El ritual II (a ciegas)

Todo es oscuridad; salvo el ascensor, con sus cuatro luces (esas halógenas que tienen mayor eficiencia en el uso de la energía). Pero una vez que salís al pasillo y se cierra su puerta, la penumbra reaparece.

Cinco pasos hacia el frente, cuatro hacia la derecha: allí está la puerta de ingreso -o salida, depende-. Siempre la misma distancia, recorrida día tras día durante todo este tiempo… ¿cuánto? Quién sabe.

Tres pies en diagonal hacia la diestra, quince girando a siniestra, hacia la siniestra sombra que cubre el lugar. A esta altura los ojos ya se han acostumbrado dilatando las pupilas para absorber toda la luz que sea posible. Ahora descubres que eran dos más: diecisiete.

¡Qué bien que se siente conocer tanto un lugar como para poder transitarlo en la oscuridad!

Giras, subes, zigzagueas, doblas, saltas, esquivas y tanteas. Encontraste el lugar que te corresponde -no te pertenece, como te lo dijeron hace mucho tiempo-, el que ocupas cada vez que lo haces.

Extiendes los brazos hacia la dirección correcta (la de siempre), agarras y tiras. Ya puedes sentarte. Al hacerlo descubres, como cada vez, qué bello es estar sentado y tranquilo, en la oscuridad que conoces tanto como para sentirte cómodo.

Si tan sólo hubiera silencio… Pero para ello deberías haberte anticipado, tendrías que haber sentido el solo menos tiempo. Porque ya sabés, siempre es igual; salvo aquella oportunidad en que quizá lo hiciste.

Como ayer levantás la mano de este lado, girándola para saludarme. Como hace una semana, te respondo en silencio (aquí no se puede hablar), o crees que es así.

¿Por qué pensás que te saludé? ¿Por qué sabés que estoy allí? Quizá sucedió que una vez llegaste, elevaste esa mano y te pareció que hice lo mismo. Como estás seguro de que nada cambia allí, supusiste que el día anterior también había ocurrido. Estimaste que siempre estuve yo en aquel lugar.

Quizá sucedió que otra vez llegaste, elevaste esa mano y te pareció que hice lo mismo. Como estás seguro de que nada cambia allí, supusiste que el día anterior también había ocurrido. Estimaste que siempre estuve yo en aquel lugar.

Probablemente sea hoy uno de aquellos días en que llegaste y… Es que, cuando la rutina es tan monótona, se hace demasiado difícil distinguir dos días. Y es de esperar tal situación porque dos jornadas se hacen más similares mientras más abarque aquella. Tan sólo una diferencia existe en los casos más extremos, primordial: el tiempo.

Sin tan sólo prendieras la luz lo descubrirías. Pero no, eres muy cobarde para arriesgarte a saber la verdad. Tienes tanto miedo a desilusionarte enterándote de que no estoy, que no existo, o no te respondo que prefieres seguir en penumbras.

Es por eso que, el primer día, cuando todo empezó no encendiste la luz al llegar.

mmazzei -