La salamandra estaba encendida, proveyendo de calor a toda la casa; la precaria y agradable casa, mientras crepitaban los leños en su barriga. Sus dos habitantes -el y ella- disfrutaban del confortable calor mientras ella leía una novela de cierto escritor inglés, y él miraba por la ventana el sol justo encima de los pinos que, en el horizonte, separaban esta porción de tierra de otras como un meridiano tangible.
Ella no tenía apuros ni preocupaciones. Leía. No sabía si prepararía la cena, probablemente no; ya que este era un día más, como cualquier otro. Si no hubiera estado sola, si dependiera de algo más, probablemente habría ya contado las hojas que faltaban para terminar el capítulo y, en base a ello, calculado el tiempo que tendría para cocinar. No era el caso.
Si hubiera estado con alguien más, habría contado las hojas del capítulo a leer para saber si tenía tiempo de terminarlo hoy: porque, ya saben, si son demasiadas entonces se le haría demasiado tarde para preparar la cena. Porque no puede dejárselo por la mitad. Porque allí no había relojes y, sin embargo, se hacía tarde. El tiempo transcurre aunque no lo midamos y ella lo sabe. A él no le importa el tiempo, no lo conoce porque no sabe contar (medir). Paradójico ya que debería ser a quien más preocupe.
No, no cocinará… se tomará unos mates, que tan bien vienen con el frío. Adentro no hace frío pero afuera sí. Correrá la ollita de encima de la salamandra y pondrá la pava; pero cuando termine de leer ese capítulo, el de hoy. No es que él sea poco servicial pero no podía pedírselo por razones más que obvias.
Ella le daba todo lo que él necesitaba pero no exigía nada a cambio. Aunque muchas veces le hubiera gustado disfrutar del libro del escritor inglés con alguien que le cebara mates… dulces, amargos, hervidos, con naranja, …
Se levantó de su sillón mientras cerraba el libro y marcaba con el señalador (la sota de copas de alguna baraja mutilada). Él se sobresaltó e interrumpió su silenciosa contemplación del cielo rojizo que ya había perdido a su principal astro para verla. El libro sobre el sillón significaba que continuaría con otro capítulo, hoy.
El aroma de las hojas de eucalipto que había juntado más temprano -no hace falta decir que ella-, fuera del refugio, saturaba cada rincón del pequeño ranchito. Las hojas ya se habían hundido y presentaban un color negruzco, signo de haber hervido largo rato en el agua. Corrió la ollita, como cualquier otro día, como todos. Puso la pava.
Él sabía esperar pero, más aún, sabía qué esperar. Ella sabía esperar pero, más aún, sabía cuánto esperar. Ambos sabían donde y como esperar. El ritual estaba predefinido, había nacido un día que fue cualquier otro día, como todos. Ella se acercaría a la ventana y le acariciaría suavemente mientras miraba el cielo negro y no a él; porque ya sabía donde estaba.
Este era un día como cualquier otro, como todos; es por eso que él sabía lo que venía después, que ella sabía que él se refregaría por su mano mientras lo acariciaba. Él sabía que ella se sentaría con el libro del escritor inglés a leer otro capítulo, con el termo y el mate a un lado para cebarse uno de vez en cuando. Ella sabía que él se sentaría en su regazo. Él sabía que ella no le cebaría mates. Ella sabía que él ronronearía como tanto le gustaba.
Porque él era un gato y ella, una persona.