Notas preliminares
Este es un relato vivo, un documento que puede ir cambiando, siendo corregido, recortado y extendido durante el proceso de eliminar la plaga de errores gramaticales que sembré mientras lo redactaba.
Sólo la trama que yo he elegido se mantendrá constante, porque mil tramas puede haber en un texto, libres a la interpretación que el lector decida. No me considero responsable de alterar la historia que hayas elegido por cambiar una coma de lugar, una palabra o corregir el error que fuera.
Basado en una historia real, es mi versión de los hechos. Porque, si un simple texto, dentro de los límites estrechos que marca el lenguaje, da lugar a múltiples versiones, qué tanto más dará la realidad misma.
Claudette
Contaré una historia que ocurrió hace mucho, mucho tiempo, en una época en que los inviernos aún eran fríos y los abriles, lluviosos. Tantos años han transcurrido desde entonces, que ya se ha convertido en leyenda, que la verdad y el mito se entrelazaron y no es posible distinguir entre ambas.
La relataré de la forma en que me ha sido transmitida, al abrigo de un fogón, un gris domingo de otoño, bajo la luz de una pálida luna. Una noche azul en que sólo se oía el crepitar de las llamas, el canto de los grillos, quejidos lejanos de un ave cuyo sueño interrumpió el inesperado acercarse de algún perro, y la voz de quien narraba, un anciano de largo pelo blanco, en cuya frente no había ya lugar para nuevas arrugas, sobreviviente de aquella fatídica cena: un protagonista.
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Sus ojos oscuros observaban los espasmódicos lengüetazos que el fuego lanzaba al aire, en su lucha sempiterna por la supervivencia, desde una ramita seca de eucalipto, cuyo brote presenció incontables primaveras antes de convertirse en leña. Pensaba, quizá, que aquella era una buena metáfora de su vida después de aquél trágico evento, luego del cual su existencia se limitaba a consumir lo que quedaba de sí.
Todo fue tan repentino, dijo, que nadie estaba preparado para que sucediera. Un llamado; mi padre se alejó para hablar por teléfono; nosotros, divirtiéndonos en la sobremesa. Lo observé de reojo, mientras reía de un chiste que contó Lee, y ví cómo empalidecía, mientras escuchaba la voz que le llegaba desde el otro extremo de la línea. Bullicio y risas era todo lo que yo podía oir, los chicos entretenidos contando alguna anécdota. Él colgó el teléfono, se acercó caminando a la mesa, nos miró a todos, estaba eligiendo las palabras para comunicar algo. Una mala noticia se reveló en la palidez de su rostro.
“No está Claudette” fue todo lo que dijo. Las miradas de todos comenzaron a cruzarse en un frenético y mudo diálogo, fugaz, en que nos transmitimos más cosas que las que podríamos haber expresado en palabras. Pasó tan sólo un instante, pero su extensión era inconmensurable. Una singularidad en la dimensión temporal.
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El viejo se quedó en silencio, cebó un mate y, sin quitar su mirada de las llamas, me lo alcanzó. Nuestras vidas quedaron marcadas para siempre en ese momento, continuó, como si toda nuestra anterior existencia hubiera sido sólo la preparación para esto, como si nada hubiera jamás importado tanto.
Lucila fue la primera en romper el silencio, se embanderó como portavoz, formulando la pregunta que todos nos habíamos planteado: “¿Pero no está cenando en otro lugar?”. Un “Salía de coro a las ocho, una amiga la acompañó hasta la parada donde toma el colectivo que la trae, nadie sabe más nada de ella, no responde el celular, su familia la está buscando por todas partes” emergió como respuesta de mi padre, convertido en un autómata estupefacto que no podía terminar de procesar la situación para comprenderla.
Se suponía que debía cenar con nosotros, aunque el único que sabía esto era él, que no había dado ningún signo de preocupación antes. Había estado todo este tiempo cargando con todo el peso, cumpliendo la sofocante misión de evitarnos problemas, tratando por todos los medios de que pudiéramos disfrutar la cena mientras él, único mártir de esta noble causa, se sacrificaba ocultándonos la dura noticia a la espera de que se convirtiera tan sólo en un error.
Como los días de junio, en aquellos años yo también era más frío que ahora. No podía entender, a veces, cómo podía resolverse un problema si no era usando la lógica a pesar de todo. Así es que, sin conmoverme, consulté: “¿Preguntaron en el hospital? ¿Y en la policía?”. No imaginé que pudiera empalidecerse aún más, pero así fué, y sólo emitió un susurro inaudible y sin sentido.
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Le devolví el mate, largo y amargo como su vida. Un mate de madera con ornamentos en metal dorado y una singular asa curva de alambre. El viejo se volvió hacia mí y creí divisar rastros de una sonrisa extraña en su rostro sin edad. Se cebó un mate y siguió contemplando las llamas anaranjadas en su hipnótica danza, mientras continuaba el relato.
Lee, Hanna y yo reaccionamos enseguida, no hizo falta que habláramos para ponernos de acuerdo, ya todo había quedado en claro en aquel diálogo de miradas. Nos pusimos de pie y uno de nosotros dijo “Vamos a buscarla, recorreremos el hospital y las clínicas”. Sin esperar respuesta, salimos de la casa en dirección a la camioneta de Lee. Afuera estaba frío, las nubes cubrían el cielo y lo aplastaban hasta la copa misma de los árboles. A los costados de la ruta la niebla parecía un reflejo. Todo era abajo y arriba al mismo tiempo, sin distinción, como si el orden natural de las cosas se hubiera perdido, el mismo orden que incluía a Claudette en esta cena de todos los sábados por la noche en casa de mi padre. Y silencio. Un silencio amenazador, de criaturas fantasmagóricas escondidas en la sombra, de creerse observado, mirar y que no haya nada, un silencio que desgarraba la noche, de peligros latentes y amenazas agazapadas.
Lee conducía. Estaba intranquilo, se le notaba en sus movimientos, con una casi imperceptible perturbación que dejaba entrever que, forzadamente, trataban de parecer normales. Pero demostrando una voluntad soprendente se dominaba. No quería preocupar a su hermana, la pequeña Hanna. Nos llevó primero hasta el hospital.
Nunca habíamos ido a un hospital por la noche, tan tarde. Encontrarlo cerrado era inesperado. Lee fue quien recordó que había una entrada de emergencia a la vuelta de la esquina. Nos dirigimos hacia allí, caminando por el oscuro y desierto estacionamiento, a paso acelerado, hasta la guardia de emergencias. “Buenas noches, estamos buscando a una mujer de unos cincuenta y tantos años, delgada, alta, pelo largo, lentes…” estaba diciendo cuando fui interrumpido por el oficial a cargo: “¿Su apellido es Giggio? No está acá, ya preguntaron por teléfono su hija, su hermano y otra persona hace un rato”. Hanna, diligente, desde su teléfono comunicaba la noticia, que, si bien estaba entre las posibilidades, no era bienvenida, a quienes habían quedado en la casa.
Volvimos a la camioneta y partimos rumbo a la Clínica General Peace, un par de kilómetros hacia el norte. La ciudad parecía dormir. “Tanta calma no es un buen presagio…” pensaba, cuando sonó el teléfono de Hanna.
Lee perdió, por un instante, su imperturbable y forzada calma, Hanna rompió en llanto y yo no dejaba de preocuparme por mi padre, sus problemas cardíacos: ¡quién sabe lo que podría pasarle si recibe una mala noticia! Nos habían llamado para avisar que un agente de policía se comunicó con él solicitándole que se acerque a la comisaría central. Pocos sucesos podían empeorar más las circunstancias.
“Incertidumbre”, palabra formulada insistentemente por Lee desde que había tomado el volante, era la mejor para describir la sensación que llenaba nuestros corazones. Esta incertidumbre fue la que nos movió a cambiar de rumbo y encaminarnos también hacia la comisaría. Estábamos preparados para lo peor. Hanna se secaba las lágrimas mientras dejaba escapar un triste lamento. Fue la misma incertidumbre la que, o empujó a Lee a acelerar la marcha, a ignorar toda norma de tránsito y marchar en una carrera enloquecida hacia la comisaría, o nos llevó a todos a olvidar lo que sucedió entre aquella llamada y nuestro arribo, haciendonos creer que el tiempo no transcurrió y llegamos de inmediato.
Al llegar encontramos la puerta del edificio cerrada. Tocamos timbre, pasaron unos minutos estirados por la ansiedad, y atendió un agente uniformado. Nos miró extrañado mientras escuchaba todo el relato, yo repitiendo “Buenas noches, estamos buscando a una mujer…”, esperando a que termine para responder: “Esto no es la comisaría, está a una cuadra y media de aquí, por esa otra calle”.
Lucila había dado claras instrucciones para llegar: “Dorrego y 25 de Mayo”. Estábamos en Dorrego, había un patrullero estacionado en la puerta de este edificio, un escudo de organismo estatal y nos recibió un oficial. ¿Cómo podía explicarse semejante coincidencia? Extrañados, presas de un mundo que se hacía casi mágico, donde pasaban cosas inesperadas, creímos ciegamente en el consejo de un policía que no lo era, parado a la puerta de una comisaría que no lo era, junto al que podía verse un patrullero que no lo era, y fuimos hacia donde nos señaló.
Llegamos a la comisaría, por segunda vez en la noche. En esta oportunidad encontramos la puerta abierta. Otra vez nos recibió un oficial que nos miraba extrañado mientras yo repetía, por tercera vez, el relato. Otra vez el oficial esperó a que termine, y otra vez me dijo: “Esto no es la comisaría”, aunque ahora la instrucción fue “es la entrada por el portón”.
“¡Cómo están las cosas en este país, que entre que te roban y podés avisar a un policía el ladrón ya está en su casa, porque las comisarías están escondidas!” hubiera sido el comentario si la oscuridad no hubiese estado tiñiendo nuestros horizontes con un manto trágico. En lugar de eso, fuimos sumisamente a la comisaría, por tercera vez.
Una gran puerta de vidrio traslúcido se nos abrió a un recinto estrecho donde concurrían unas diez personas. Allí estaba toda la familia de Claudette, Lucila, su hijo y mi padre. Tristeza y pesar abrían su camino impúnemente a través de aquellos rostros. Laurene nos dijo que estaban intentando hacer la denuncia. Mi hermana nada podía hacer allí más que acompañar a mi padre, quien tenía los ojos enrojecidos y húmedos, de los que caía una lágrima que no había alcanzado a secarse. Charles estaba en la casa, para dar el aviso si aparecía Claudette. Mi padre no dijo nada, nadie más dijo nada.
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La retorcida rama de eucalipto aún alimentaba el fuego. El viejo agregó unas ramitas más, que había encontrado cerca, aunque no hacía falta. Intuí que sólo estaba inquieto por el recuerdo de una historia que se aferraba con garras ponzoñosas a su memoria y no quería marcharse. La brisa nos trajo un humo denso e irritante que nos sacó lágrimas a fuerza de ardor. Tras el humo siguió un crepitar ruidoso y pequeñas chispas anaranjadas se elevaron entre las llamas. Cualquiera que nos hubiera visto en ese momento habría pensado que estábamos llorando, lo que trajo a mi mente una sospecha que me conmovió, y en la que estaba concentrado, cuando el viejo me alcanzó otro mate.
Todavía nadie sabía nada, así que salimos otra vez a recorrer la ciudad. Fuimos a la Clínica General Peace, no muy lejos de allí, y justo enfrente del club en que el grupo de coro de Claudette se reunía a ensayar.
Era ya la una de la noche. Una mujer nos recibió en la clínica, de la que, a pesar de la hora, salía y entraba gente. Luego de escuchar la cuarta versión de mi relato, y de revisar los registros de la clínica, respondió que allí no estaba Claudette. Pero que no me preocupe, que telefonearía ella misma a las demás clínicas y a Salva-Car, la empresa de traslados médicos, para averiguar.
Las ideas se me arremolinaban, entremezclaban y convolucionaban sin ritmo ni método alguno. “Si hubiera llegado inconsciente, tras haber sido asaltada y su billetera robada, con sus documentos ¿cómo podría estar registrada con su nombre? ¡No la encontraría en esos cuadernos!” era la que emergía con más claridad cuando mis cavilaciones se vieron interrumpidas por la recepcionista: “No está ni en la Clínica Central, ni en la otra, ni hay registro de ella en Salva-Car”.
La mujer estaba afligida por tener que darnos la noticia; aunque, en el fondo, yo pensaba que era una buena noticia, porque, si no estaba en ningún sanatorio, las chances eran altas de que su salud no estuviera en riesgo.
Lee mencionó lo del club, trayéndonos a todos otra vez a la realidad. Cruzamos la calle, agradecidos infinitamente hacia aquella mujer por su amabilidad, y cruzamos el umbral del “Club Il Bambino”. Una lámpara vieja emitía un fulgor apagado que se abría camino con esfuerzo entre el humo de cigarrillos para iluminar tímidamente tres mesas y dejar en penumbras el resto del salón.
La mesa más cercana a la salida estaba vacía. La cubría un mantel blanco, remendado y descosido por igual, sobre el que sólo podían verse dos copas vacías, una volcada y restos de comida. Las sillas estaban desordenadas a su alrededor. Parecía haber sido ocupada no mucho antes.
Unos ancianos se disputaban un partido al truco en la segunda mesa. Dos ceniceros grandes de cristal eran compartidos entre los cuatro, para dejar quemar los cigarros mientras el tiempo transcurría en otra parte, entre cartas, carcajadas y griteríos de falta envido y quiero. Los cuatro hicieron silencio cuando nos vieron entrar, volviendo hacia nosotros unas miradas expectantes, inquisidoras, que obtuvieron por respuesta mi quinta versión del relato, acompañada ahora por una foto de Claudette en el teléfono de Hanna. No les interesó mucho el asunto luego de reconocer no haberla visto, y reanudaron su juego y gritos.
De la tercer mesa se levantó una joven, que se acercó a nosotros con cara de preocupación. Nunca entenderé cómo algunas personas pueden tener tanta empatía. Había escuchado el relato y pidió que le mostremos la foto. La seguimos hasta la vereda, donde una ráfaga de viento agitó su cabello oscuro. Sin decir una palabra llamó por teléfono a su tía, miembro importante del club.
Al colgar nos dijo que su tía se pondría en contacto con la presidencia del club, y de la comisión directiva. Que temía la posibilidad de que Claudette estuviera encerrada en el primer piso, cerrado con llave al terminar el ensayo coral, y que en un rato nos llamaría con novedades.
Hanna y yo discutíamos sobre diferentes alternativas, tratábamos de evocar todos los hechos para encontrar pistas o algo que pudiera quitarnos un poco de incertidumbre. No encontramos nada valioso. Queríamos saber qué pensaba Lee, pero no lo veíamos por ninguna parte. Había dicho que iría a buscar a Claudette a la esquina. La joven del club fue la primera en encontrarlo, nos dijo “¿no es ese que está allá?”, señalando la parada de colectivo en la otra cuadra, último lugar donde alguien había visto a Claudette. Una figura oscura buscaba algo, en cuclillas, debajo de un banco en la parada, para luego, de un salto, asomarse para buscar por detrás de un árbol, y entonces en un tacho de basura.
Bromeamos un poco, con Hanna, como para distendernos, para olvidar por un momento todo el asunto. Que quizá Lee había estado leyendo Sherlock Holmes esta tarde, o que había asumido muy en serio el rol de detective. La joven del club nos consideró un poco crueles y dijo “pobre, tal vez tiene problemas”, creyendo que con ese eufemismo nos conmovería, pero siguiendo la broma, ahora a costa de ella, dije “es mi primo”. La pobre pidió disculpas al tiempo que se ruborizaba, mientras Hanna trataba de aguantar la risa y miraba hacia otro lado.
Recuerdo la escena del club como parte de una comedia ridícula, donde tratábamos de buscar algo de qué reirnos, como para despertar sonriendo de esta pesadilla. Nada tenía sentido: Hanna planteando la posibilidad de que Claudette estuviera en el cine mirando Terminator; la sombra buscando a Claudette en un tacho de basura; esa misma sombra, ahora confirmando que se trataba de Lee, acercándose a un coche que se había detenido por la luz roja del semáforo, alguien abriéndole la ventana y Lee hablando con el conductor. La dramática situación nos empujaba a rozar los límites de la cordura, convirtiéndonos en caricaturas de nosotros mismos.
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Ya había refrescado bastante, me acerqué al fuego, que ahora no era más que una débil llama brotando intermitente de brasas que brillaban como estrellas, y el viejo se sobresaltó. Estaba ensimismado, hacía un rato ya que se había quedado en silencio. Yo, con el mate vacío, no me animaba a interrumpir sus pensamientos sólo para alcanzárselo. Sin decir nada se lo pasé ahora y estiré mis manos hacia el fuego, mientras las frotaba para desentumecerlas.
Cuando regresamos a la comisaría, la noté sofocante. Un aire viciado y caliente colmaba el lugar, dándole ese ambiente gris, estático y lúgubre de burocracia estatal. Laurene estaba con Anders, el hermano de Claudette, declarando en una oficina, donde les tomaban la denuncia. Mi padre estaba peor que antes, el rostro colorado, le había subido la presión, transpiraba y se lo veía nervioso. Mi hermana, sentada a su lado, nos ponía al tanto. Ella hacía de nexo entre todos: Charles estaba quedándose sin batería, hacía falta que alguien fuera a la casa por si llegaba Claudette, Laurene había pedido ayuda a una amiga policía, Anders, solicitado revisar grabaciones de las cámaras de seguridad. La ausencia de Claudette ya había logrado movilizar a dos docenas de personas.
Quise calmar a mi padre y la razón volvió a quitarme el tacto. A veces no logro entender a las personas. Todo lo que planteé tenía sentido, ¿por qué se había puesto más nervioso si le demostré que Claudette estaba a salvo? Lo que dije, y lo repito aquí para que puedas juzgar por vos mismo, es “Si algo grave le pasó, o alguien la vió, caso en el que estaría en un centro de salud, o nadie la vió, caso en que estaría en un lugar oculto a la vista de quien pase por la calle. Siendo que averiguamos en todos los centros de salud de la ciudad, nadie la vio. Siendo que en el camino miramos todas las zanjas que encontramos, no está oculta. Entonces, nada le pasó. Debe estar reunida con alguna amiga o algo.” Ni siquiera extendí el razonamiento para explicar que, si algo le había pasado y estaba lejos de la vista, las chances de que no fuera una zanja eran bajas, dado que, en el lugar donde posiblemente le hubiera ocurrido, éstas abundaban; ni planteé la de que hubiera llegado a un centro de salud desfigurada y sin la billetera, por lo que no podría ser reconocida por la foto, mis descripciones ni el nombre.
Antes de seguir empeorando la situación con mis palabras bienintencionadas, preferí repetir palabras de otra persona: la recepcionista de la Clínica General Peace. Ella nos había planteado la posibilidad de que Claudette estuviera en El Bingo, habida cuenta de la cantidad de casos en que personas perdían el dinero y luego no se animaban a regresar a su hogar por la vergüenza de algo así. Esta posibilidad había sido menospreciada porque no era de esperar en Claudette que fuera a ese tipo de lugares.
Otra alternativa era que estuviese en la puerta de la casa de Lucila y Charles, suponiendo que la cena de hoy era allí, o esperando a que mi padre los lleve, porque en aquellos días ellos no tenían coche, para encontrarse con él. También podía darse el caso de que hubiera perdido el colectivo y no supiera llegar a ninguna casa, con lo que estaría deambulando por la ciudad, o que, sencillamente, estuviera en algún café con amigas e innumerables otros buenos finales para la historia. Como era la más fácil de comprobar, partimos nuevamente con Hanna y Lee rumbo a casa de Lucila.
A las pocas cuadras de salir, Lee se vió obligado a transmitir otra mala noticia: quedaba poco combustible. La situación era complicada: la camioneta estaba quedándose sin gasoil, mi teléfono no tenía señal, el de Hanna no tenía batería, el de Charles casi que tampoco, mi padre no podía irse de la comisaría hasta que le tomaran declaración… sin embargo Lucila estaba haciendo un buen trabajo para mantenernos a todos al tanto.
Luego de pasar por la casa de Lucila y no encontrar a nadie en esa vereda, nos dirigimos hacia El Bingo. Lee entraría a buscar mientras Hanna se quedaba cuidando a la camioneta y yo, a Hanna. Tratábamos de mantener el ánimo, aunque ya todos pensábamos que, incluso la de El Bingo, era una opción improbable. La incertidumbre no hacía más que crecer, la voluntad se agotaba y estos éran los últimos manotazos de ahogado.
Los tres estábamos en silencio, tratando de generar nuevas ideas que iluminen alguna otra esperanza. Aún hoy pienso en Lee y recuerdo su rostro: ceño fruncido, labios apretados, mirada clavada en el horizonte, parecía que tratara por la fuerza de exprimir su cerebro para sacarle el jugo que nos ilumine. Todavía siento que fuimos afortunados por aquella calma extraña que agobiaba a la ciudad ¡qué hubiera pasado si un coche se cruzaba en nuestro vertiginoso viaje, todos tan ensimismados, ausentes de la realidad!
Un ringtone agudo y que nos heló la sangre, nos trajo otra vez al presente. Otra vez el tiempo se detenía, esto parecía no tener fin, todos estábamos atrapados en un ciclo infinito y repetitivo de tragedias, esperanzas vanas y malas noticias. Teníamos ganas de arrojar el teléfono por la ventana, lejos, donde no se escuche. Maldito artefacto que sólo traía malas noticias o echaba por el piso las, ya vanas, ilusiones que nos hacíamos con cada posibilidad de descenlace positivo.
Hanna juntó coraje y atendió. Lee conducía, yo trataba de adivinar lo que estaban diciéndole, Hanna respondía con monosílabos, Lee giraba en una esquina, ya estábamos cerca de El Bingo, yo seguía sin saber de qué hablaba Hanna. Hanna cortó el teléfono, Lee en silencio aceleraba, yo esperaba. Al fin dijo “Apareció Claudette”.
Imaginé lo peor, cruzamos miradas de pánico con Lee. Él detuvo la camioneta, respiraba hondo. Hanna no lloraba, pensé que, al final, era más fuerte de lo que suponía. El silencio nos invadía y separaba uno de otro como si estuviéramos a kilómetros de distancia, sus labios se movían pero parecía no emitir sonido. Intenté hablar y no podía articular palabra, parecía haber perdido control de mi mismo. Lee aferraba firme el volante, en una expresión aterradora, rígido, inmóvil. Algo pasaba con nosotros.
Nunca pude saber si el tiempo se detuvo en aquel instante, todo estaba tan quieto dentro de la camioneta, tan en calma en la ciudad, ¿cómo notar el paso del tiempo si no hay movimiento, si no hay cambios?
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La llama se había apagado, la rama de eucalipto ya era sólo un puñado de cenizas grises. La pava yacía apoyada sobre un ladrillo, cerca de lo que había sido un fuego, ennegrecida, yo sostenía un mate frío, con la yerba ya oscurecida. El cielo había ennegrecido y la luna ya no se veía.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y no era por el viento helado que se estaba levantando y hacía crujir las ramas: cuando miré en dirección a donde estaba el viejo, no encontré más que sombras.