Notas preliminares
Este cuento fue escrito para resolver el ejercicio: “El calcetín rojo”.
Si querés jugar un rato, me encantaría leer tu versión de la historia. Estuve leyendo en esa página, luego de escribir el cuento, y no dejó de sorprenderme la variedad de posibilidades que la imaginación de los participantes pudo elaborar para una consigna tan simple.
El calcetín rojo
Ya habían pasado diez minutos de las siete de la mañana. A esta hora debía estar terminando el desayuno: una banana, una naranja, un pan con miel y una taza de leche (de 330cc); para luego ponerse el buzo azul marino, peinarse -porque no había forma de evitar despeinarse al ponérselo-, agarrar la mochila y traspasar el umbral de la puerta a las siete y veinte.
Si bajaba los escalones a la velocidad adecuada y caminaba a paso raudo, podría recorrer las tres cuadras que lo separaban de la parada de colectivos sin frenar en ninguna esquina: su avance estaba sincronizado con los semáforos. Una vez allí, sólo era necesario esperar entre uno y tres minutos por el colectivo de las siete y media.
Todo había sido organizado para lograr la máxima eficiencia, meta de toda mente que utiliza la pura y fría razón. Cada proceso es factible de ser mejorado, optimizado y planificado, no debe quedar lugar para la improvisación, tan proclive a malos resultados.
Y hacía una hora que estaba buscando el calcetín rojo, no podía explicarse ni admitirse su ausencia, no había causa lógica que justifique un extravío. Los había contado al meterlos en el lavarropas, al tenderlos y al guardarlos. ¿Cómo era posible que no pudiera encontrarlo?
Todavía estaban limpios los azules, los grises y los negros (dos pares de negros), pero hoy tocaban los rojos. Ya lo había decidido varios años antes. No recordaba la causa por la que los martes exigían estos calcetines en particular; pero seguramente había un buen motivo.
Sentado en su cama, de donde no se había podido mover aún, porque el paso previo a levantarse era ponerse ambos calcetines, pensaba. Miró en todos los rincones donde podía haber caído por accidente durante la noche anterior, cuando preparaba la ropa para la mañana, pero no había nada. Se estiró un poco para alcanzar la puerta del placard sin salir de la cama, la abrió y tampoco lo encontró allí. Ni debajo de la cama, ni dentro del pantalón o perdido entre las sábanas.
Juntando coraje se miró los pies de reojo, para descartar la posibilidad de que ya lo tuviera puesto. Tampoco lo encontró en sus manos, ni colgando de las aspas del ventilador de techo.
Entonces, cuando se cumplió una hora, el tiempo límite establecido para buscar objetos perdidos, no hubo más caso que adoptar la solución para el caso de “extravío de ropa interior o calcetines”: “prescindir de la prenda en cuestión y agendar su compra para la próxima oportunidad en que debiera pasar a menos de doscientos metros de la tienda de ropa interior o calcetines” (esto ocurría todos los miércoles por la tarde y sábados por la mañana).
A las siete y veinte de la mañana, omitiendo parte del desayuno, con un pie sin calcetín, cerró la puerta del departamento con una mueca de victoria dibujada en su rostro, signada por el orgullo de haber logrado tan racionalmente que el incidente matutino no se propagara en alteraciones de la rutina para el resto del día y que todo pudiera mantener su rumbo normal, como era debido.