Notas preliminares
Este cuento fue escrito para resolver el ejercicio: “Parece que va a llover”.
Parece que va a llover
“Parece que va a llover”, dije al Pancho, mientras tomaba el último mate, medio lavado ya y con el agua tibia. Él me miró mientras movía la cola sin ganas, como si sólo fuera para confirmar que había escuchado, y siguió durmiendo bajo la mesa, para olvidarse por un rato de las moscas molestas de tardecitas de verano.
Las nubes cubrían el cielo, cada vez más oscuras. Los pajaritos ya no se escuchaban ni a lo lejos, salvo por el grito esporádico de algún tero espantado por un bicharraco acercándose a su nido, en lo que quedaba de una laguna. El paisaje parecía congelado, nada se movía, como si el tiempo se hubiera detenido. Un tono gris bañaba el campo, pintándolo color tormenta.
Ya se olía la lluvia, ese olor como a tierra mojada que la antecede, y se sentía la tensión en el aire, como si estuviera preparándose la atmósfera para estallar en mil truenos.
El suelo, reseco, pedía agua a gritos, convertido en polvo, rajado por el sol. Era un yermo donde sólo crecían costillares de vacas muertas de hambre entre tallos retorcidos de un yuyo que no pudo ser…
De repente una potente explosión interrumpió mis pensamientos, dando inicio a la tormenta, multiplicada en ecos y repetida todo alrededor, iluminando fugazmente la llanura. Le siguió la noche anacrónica y un rugido lejano, amenazador, que dejaba adivinar un cataclismo de relámpagos en alguna otra parte.
Refrescó enseguida, y entré al rancho a ponerme un abrigo, nada me iba a privar de seguir contemplando el espectáculo de la lluvia bendiciendo a la pampa inmensa.
Cuando volví, Pancho estaba escondido en un rincón, inmóvil, con la cola entre las patas y los ojitos puestos en un punto fijo. Miré en la misma dirección, buscando aquello que lo asustaba. “¿Se habrá escapado un caballo?” pensé. No se veía nada: la cortina de lluvia ya era muy densa. Pegué un silbido y traté de escuchar, atento, pero sólo se oían truenos lejanos, viento y el agua golpeando contra el techo.
Pancho seguía rígido. Me acerqué un poco y lo acaricié, como para calmarlo. Sólo logré que largue un gemidito de miedo. Entonces, mientras lo observaba, noté el reflejo de una luz azulada en sus ojos oscuros. Me giré, elevé la vista, y allá arriba, muy lejos, alcancé a ver algo que nunca antes había visto.
Un escalofrío recorrió mi espalda, e instintivamente me escondí y permanecí quieto y en silencio mientras lo veía descender lentamente hasta posarse en la copa del sauce, iluminándolo suavemente.
Pasaron varios minutos. “Ya somos dos”, pensé. Pero yo tenía que ser fuerte, al menos por el Panchito, que estaba ahí todo acurrucado del susto. Invoqué a mis ancestros y la tierra a que me protejan, y me acerqué a esa bola azul, para mirarla más de cerca, empapándome con la lluvia que caía como echada a baldazos desde las nubes.
Recuerdo que me paré debajo de esa cosa al grito de “¡Juiira bicho!”. Un zumbido creció hasta convertirse en el único ruido que podía escuchar, y la luz aumentó en intensidad hasta que no podía ver más que eso. Ya no había lluvia, árbol, casa ni Pancho.
Y una explosión.
Y nada más.
Abrí los ojos y, bajo el sauce, observé cómo los últimos jirones de nube eran soplados por el viento del sur, que venía a limpiar el cielo. Y luego vi el pelaje negro y ensortijados de Pancho, sentado firme, haciendo guardia a mi lado.