Una noche de verano, mientras me despedía de un amigo en el zaguán de su casa, un coche pasó por la calle. Recuerdo que vi a su conductor bostezar. Fue una visión fugaz, pero era suficiente: inmediatamente me contagié el bostezo.
Lo miré a mi amigo, que había interrumpido lo que estaba diciendo porque me vió bostezar, y se contagió.
El semáforo cambió y los coches de la otra calle comenzaron a avanzar. Un motociclista vio a mi amigo y bostezó, pasándole el bostezo a una anciana que caminaba arrastrando un carrito de compras en dirección opuesta. Esa anciana lo había mirado.
Un ciclista, que venía pedaleando unos metros por detrás de la moto, vió a la anciana, llegó a la otra esquina y le cedió el paso a un coche. Ya estaban a unos cien metros del zaguán, pero estoy seguro de que le pasó el bostezo.
Incluso puedo predecir cómo sigue la historia, todo quedó claro en ese momento: el conductor del coche, acompañado por una mujer, se lo pasó a ella, cuyo reflejo en la vidriera de una tienda fue divisado por alguien que descansaba en el balcón del primer piso de un edificio y bostezó. Un poco más lejos, un vecino que espiaba a otros con su binocular lo alcanzó a ver en el momento justo.
El bostezo fue avanzando poco a poco hacia el oeste. Venía viajando con la noche, siguiendo al sol. Cerca de una hora más tarde, alguien en Mendoza bostezaría, al ver pasar un chofer que llegaba manejando desde San Luis con su bostezo contagiado poco antes por el conductor de un coche que lo había sobrepasado.
Mi bostezo, de algún modo, estaría en China casi medio día más tarde. Recuerdo que lo busqué en la TV, sintonizando canales chinos, y me pareció verlo pasar por el rostro de uno de los manifestantes que protestaban en Hong Kong por algo que no me interesaba.
Un amigo de Buenos Aires me telefoneó la noche siguiente. Había quedado en avisarme cuando alguien se lo contagiara a él. Calculé que tardaría unos cinco o seis minutos en llegar a mi ciudad, y salí a la calle preparado para recibirlo en el momento justo que una muchacha venía paseando con su perrito y trayéndolo.
Nunca había recibido un bostezo de esa manera: ahora que sabía que había dado la vuelta al mundo, que contendría en su intangible escencia montones de experiencias interesantes, lo bostezé con alegría y dándole fuerzas para que avance otra vuelta más. Pensé en lo alegre que estaba de volver a ayudarlo en su eterna carrera detrás del sol.
A partir de entonces fue como un ritual, lo buscaba todos los días cuando el sol comenzaba a ocultarse detrás de la línea de techos que se veían desde mi ventana. A veces la misma muchacha lo traía, a veces lo veía por la ventana del kiosko de enfrente, incluso llegó a aparecer por videoconferencia.
Para no romper la cadena, tenía que pasárselo a otro. Al principio me preocupaba por estar cerca de lugares que le ayudaran a avanzar con más prisa: esquinas, estaciones de servicio, o lugares muy concurridos, para multiplicarlo y darle más chances. Porque, había olvidado mencionarlo: si bien es uno sólo, ¡no todas sus manifestaciones logran propagarse!
Pasó bastante tiempo hasta que, ya no recuerdo cuándo, aprendí a recibirlo sin tener siquiera que mirar a nadie. Cinco minutos después de la puesta del sol, sin importar dónde estuviera, ahí nos encontrábamos.
¡La de maravillas que imaginé que me contaba en cada paso! Que había sido bostezado por un esquimal que regresaba en kayak a su casa, que un cazador furtivo se había delatado por bostezar muy cerca de su presa, que un político de Mozambique lo mostró por tele, que un día cruzó el mar en avión, saltando de pasajero en pasajero hasta aterrizar en Brasil, siempre me ilusionaba con alguna nueva aventura.
Hoy día estoy seguro de que si aprieto bien los ojos y estiro bien los brazos mientras bostezo, se lo estoy pasando a alguien cercano sin tener que verlo. Así es que hace unas semanas ya no necesito salir de casa. Recibo y envío todos los días al bostezo tirado en mi cama y disfruto de sus anécdotas.
Como quería tener mucho tiempo para poder imaginar las historias que el bostezo me traía, fui perdiendo poco a poco el contacto con el mundo exterior.
Las pocas energías que tengo al final del día las utilizo para enviar con fuerza el bostezo, y ya puedo sentir cómo un poquito de mi esencia se vá con él en cada oportunidad. Esto que me llena de felicidad porque nunca antes había salido de la ciudad, y ahora he dado tantas vueltas al mundo que ya perdí la cuenta.
Hace unos días ya que no necesito comida ni agua porque gran parte de mí está en el bostezo, que se nutre y alimenta de viajes y aventuras, y esta tarde no podría estar más contento: ¡creo que por fin ha llegado el momento de que me convierta en bostezo!