Nota: cuento sin terminar. Por la mitad dejé algunas notas al margen pero me quedé sin tiempo y palabras. Me gustó el personaje, por eso quiero dejar esto aquí para que no se pierda. Algún día la continuaré. Lo escribí el 26 de Agosto, hoy es 17 de Diciembre…
Mi nombre es Jorge, tengo cuarenta y cinco años, soltero, sin hijos, amigos ni familia. Tuve un gato hace tiempo, pero se fué.
Normalmente es fácil encontrarme en la Plaza de la Independencia. Más precisamente en el tercer banco contando desde la esquina del correo hacia el Monumento al General.
Cómo llegué al banquito
No fué sencillo encontrar una ubicación tan buena, que diera sombra en las horas de calor, pero dejara pasar algunos rayos de sol para que me entibien la mañana o el atardecer, y que además fuera silenciosa por la noche y estuviera lejos del cagadero de los perros. Criaturas aborrecibles sus dueños.
Junto al banco crece un frondoso y siempre verde azarero. Debajo del azarero, bien econdido, tengo un baúl con todo lo que pude rescatar aquel nefasto día durante la huída: algo de ropa, una cajita de música, la navaja de afeitar y el maletín con las cosas del trabajo.
Hoy se cumplen quinientos días de mi exilio. Los recuerdos del camino que recorrí hasta este, mi tercer banco, el lugar que la fortuna me deparó, a juzgar por lo acontecido, llegan tenues y fugaces. Trato de fijar alguna imagen pero se desvanece antes de que termine de contemplarla. Hechos, momentos, gente y lugares se entremezclan sin sentido. Pero algunos hitos se hacen más reales: me recuerdo, por ejemplo, durmiendo unos días en la oficina con la excusa de que no había electricidad en casa y el técnico estaba arreglando. Pronto la mentira se agotó, tuve que decir que ya funcionaba todo y buscar otro lugar. En el patio del vecino, donde tenía que madrugar para salir antes de que me viera; aunque el muy rufián sospechaba algo, quizá por los restos de pasta dental cerca del grifo del lavadero, o por lo ordenadas que encontraba sus macetas: porque, si hay algo que me quita el sueño es el desorden. La cosa es que un día compró un perro entrenado y tuve que cambiar de querencia.
Recuerdos del bar
El colectivo omnipresente de la línea 60, con su legendario recorrido que te lleva a todas partes. Si lo tomaba cerca de la oficina, podía dormir durante dos horas hasta el final del recorrido. Entonces comía algo en la rotisería de la Chachi y luego tomaba el colectivo de vuelta para dormir otras dos horas y repetía, sólo que la segunda vez tomaba un café en el barcito.
La pobre Chachi creía que yo vivía por allí. Tuve que recorrer todo el barrio para conocerlo: sus calles y lugares, para así poder sustentar la historia. Lo mismo con los muchachos en el bar.
Fue una época difícil, más que nada por lo del supuesto divorcio, con la división de bienes y ella que se quedó con la casa y un cacho de mi vida. Porque nos conocíamos desde la primaria y pasamos muchos buenos tiempos juntos.
La mentira cobró vida propia y derivó, inevitablemente, en que conseguía casa en otro barrio. Ya no volvería por allí y así tuve que cambiar otra vez los planes.
Los muchachos por ahí se miraban en silencio entre ellos, como buscando una palabra para reconfortarme, ¡hasta había quien propusiera una salida al campo con asado!. Esas propuestas se sabe nunca se llevan a cabo, pero perduran mucho tiempo, gracias a que uno que otro cada tanto vuelve a preguntar “¿y, para cuándo el asado?” a lo que todos responden “si, estaría bueno, habría que organizarse bien un día y hacerlo”. Un hipotético día. Entonces uno deja el café luego de un sorbo y comenta sobre el resultado del partido de ayer y todos nos olvidamos del asado hasta que se nos antoje repetir el ciclo.
Algo de esa vida triste que había inventado para ellos me fascinaba. Estaba tan inmerso en aquel papel que lo sufría como si fuera real.
Todo eso quedaba en el pasado mientras miraba por última vez desde la ventanilla de 60. En ese momento sentía más nostalgia por la monótona pero triste vida que me había inventado para la Chachi y los muchachos que por la simplemente monótona que realmente tuve mientras viví en casa, antes del destierro.
Origen
Dejando a un lado estas divagaciones por un momento, ya que a menudo me sumerjo en ellas, quiero pasar a explicarte el origen de mis circunstancias.
Volvía un jueves por la tarde de la oficina, pensando en la feliz inactividad a la que me entregaría echado en el sofá hasta el día siguiente, y se me ocurrió comprar un poco de fiambre para no tener siquiera que cocinar: me haría unos sánguches y ya.
Como andaba con hambre, compré bastante más de lo que hacía falta. No decidiéndome entre jamón y salame, ambos… y queso… y pan… y manteca.
Llego entonces a mi casa y encuentro un charco en la cocina: la heladera había dejado de funcionar. Eso se sumaba a la colección de averías: el horno no encendía, el calefactor tampoco, un vidrio de la ventana estaba rajado, no salía agua caliente en el lavabo, no cerraba bien la canilla de agua fría,… sólo contando partes de la casa. La lista completa era bastante más extensa.
Pero siempre encuentro una forma de adaptarme a la nueva situación, y esta no sería la excepción.
Tenía una olla de barro, que había heredado con la casa, su interior estaba fresco todo el tiempo. Era un buen reemplazo para la heladera, a mi entender. Por lo que, luego de preparar los sánguches, dejé allí dentro todo el fiambre que sobró.
Sentado en el lado sano del sofá, acobijado por una frazada vieja, me entregué al sueño, tranquilo y sin perturbaciones. Soñé entonces con un arroyito que fluía suavemente por algún campo en medio de la vasta y plana pampa, un lugar donde jamás estuve, pero que ví en la tele alguna vez. El agua siempre acomodándose a los terrenos más bajos, ya cristalina, ya turbia y llena de vida, buscando su camino hacia el mar.
Araña
La casa no tenía cucharas cuando me mudé, nunca supe por qué, y en eso pensaba una mañana, mientras untaba miel en el pan con un tenedor. Entonces descubrí que sobre la mesada yacía sin vida la araña del rincón del techo. Me apenó un poco, ya que me gustaba verla siempre esperando en su hueco.
Como había caído justo en el lugar donde siempre apoyaba la pava al tomar mates, tuve que buscar otro hasta que la araña, de alguna manera, desapareciera.
Primavera
Pasados unos meses, llegaba el calor fresco de la primavera, las brisas, todo cobraba vida nuevamente. La araña seguía allí, ajena al paso del tiempo, aunque una leve capa de polvo empezaba a cubrirla. Si no fuera por ello, y porque yacía con sus patas contraídas y del revés, todavía podría creerla al acecho.
Fue por esa época cuando comencé a sentir un olor nauseabundo cerca de la cocina. Al principio creí que se trataba de la araña y sacrifiqué uno de los pocos vasos que tenía en cubrirla, como si fuera un domo. Pero el olor no sólo persistía sino que su hediondez iba en aumento.
Crisis
Cuando se me ocurrió la idea de abrir todas las ventanas para ventilar y que el olor se fuera a otra parte, ya era tan intenso que preferí no hacerlo, vaya a saber uno lo que los vecinos pensarían.
Poco a poco iba invadiendo la casa. Antes de que fuera demasiado tarde, rescaté algunas cosas de la cocina y la clausuré: mesa, sillas, vajilla, la olla de barro,…
Al principio parecía haber solucionado el problema. Si bien ya no podía cocinar, el calefón había quedado encendido y podía seguir bañándome con agua caliente. Sin embargo no tardó en resurgir el olor, ahora más intenso.
Si tuviera que pensar en algo que represente el olor de la muerte, sería ese mismo que lenta, pero inexorablemente, infestaba la casa.
Exilio
Alrededor del sofá era más fuerte el hedor, con lo que sólo me quedaba liberado el baño. Fue entonces cuando debí elegir qué salvaba y qué no, guardando todo lo primero en el baúl y mudándome al patio, donde dormí durante unos veinte días, hasta que los pastos se hicieron tan altos que ya me asustaba tan sólo pensar en el tipo de alimañas que allí podría esconderse.
Nada podía hacer al respecto, ya que la máquina de cortar pastos estaba dentro de la casa, y para esas alturas, mis únicas incursiones eran veloces corridas directo al baño, entrar y cerrar la puerta lo más rápido posible por si me seguía la cosa.
No había mucho tiempo durante cada entrada que pudiera aprovechar para buscar nada, aunque siempre trataba de mirar (de reojo, por miedo) el estado de las cosas. Lo único que parecía cambiar era la película de polvo que cubría todo. Aún estoy convencido de que ese polvo son las esporas de la criatura maligna que se apoderó de la casa, no creo que sea casualidad que vaya apareciendo en los lugares que ha ganado.