Ahora, que esto es parte del pasado, no entiendo si actué o no con inteligencia. Pero en aquel momento la realidad giraba alrededor de un único objetivo e hice todo lo posible para alcanzarlo…
Estaba persiguiendo a una cucaracha por la cocina.
Son un bicho sumamente inteligente y que trata de moverse con astucia.
Cuando entré y prendí la luz, la encontré quieta, parecía una mancha en la pared, cerca de un rincón. Pero era un quieta de “me venía moviendo y me detuve”.
Me acerqué lentamente con el paso sigiloso y la postura de un cazador al acecho. Estaba tenso como un arco listo para disparar.
Las bicha esas, inmundas, saben medir, de alguna manera, la distancia. Calculan el alcance de un brazo y le restan lo que se dobla la muñeca para que la mano quede plana contra la pared y eso es lo que permitió que me acerque antes de dejarse caer sobre la mesada y esconderse entre un zapallo y una lata vacía de atún.
Recuperando la calma, fui liberando el entorno. En ese área de la mesada sólo quedaron el zapallo y la lata, con la criatura en el medio. Huevos, vasos, cosas frágiles, todas a seguro dentro de la bacha, que allí no se caerían y era un campo improbable de batalla. De todos modos, si caía ahí dentro, estaba perdida.
Entonces un puñetazo al zapallo, que dejó la lata de atún lista para reciclaje y rebotó contra la pared. “Fue fácil”, me dije, mientras lo levantaba para poder ver lo que había quedado de ella y me asombraba de la dureza de su cáscara (“¿cómo haré para abrirlo cuando lo quiera comer?” me pregunté en un paréntesis al fragor del combate).
No había nada. La peste había huído veloz a esconderse entre las sombras. Zapallo y lata a otra sección de la mesada.
Concluí en que había escapado gracias a la redondez del zapallo y armé una trinchera de cosas planas alrededor de la frutera. Era el único lugar donde podía estar.
Poco a poco moví todo lo demás bien lejos.
Levanté de repente la frutera. La cuca estaba atrás de una remolacha podrida cuya existencia había ignorado hasta entonces, pero entonces no me importaba.
No podía verme desde esa posición. Sus antenas frenéticas trataban de tantear el aire desde atrás de la pudredumbre.
Mientras buscaba algo con qué golpear, intentando no involucrar a mi mano en aplastar todo eso, aprovechó el instante, corrió el metro que la separaba del borde y de allí se precipitó hasta el piso en el hueco que separa la mesada de la cocina. Se metió abajo de la cocina sin pensarlo dos veces.
En ese momento se ganó mi respeto. Pero no podía dejar pasar su osadía.
“La cocina contiene fuego…”, pensé. “… está hecha para tolerarlo…”, pensé. Tanto pensé que, cuando terminé de pensar, ya tenía diario y encendedor en las manos.
Improvisé una hoguera abajo de la cocina, a la que alimenté con todo el papel que había encontrado. Los segundos pasaban lentamente. Saberme tan cerca de la victoria me otorgaba calma. Las noticias ardían dejando atrás un montón de cenizas.
Entonces, fugaz, salió corriendo de abajo de la cocina, como ahogada por el humo, en dirección a la puerta.
Ese era su último movimiento, y ella lo sabía. Si no hubiera estado así de jugada, no se habría arriesgado a cruzar semejante extensión sin lugar para esconderse.
Me puse de pie y, más veloz que ella, de dos saltos la sobrepasé y me paré enfrente. Nos encontramos cara a cara, levantó su cabecita y me pareció ver una sonrisa de satisfacción. Un “GG!” que me tendió enmudecida mientras la suela de la zapatilla le acercaba su último oscuro escondite en forma de “Topper”.